El grupo Kane recopiló 'Cuentos de películas'...
Por diferentes razones el arte siempre ha salvado mi vida.
Yo vivía en La Lucila, Olivos, en una casa muy grande, con un inmenso jardín. En casa espiaba detrás de la tele (un Admiral gigante que tenía un cartón detrás por donde se veían luces) y me pasaba horas pensando cómo hacer para entrar allí.
Pero el día que la Nona decidió llevarme nada menos que al Cine Metro, el más grande, el que estaba justo frente al Obelisco… Ir al Centro era la gran salida, pero ir al cine con la Nona a ver la reposición de Lo que el viento se llevó era para mí un sueño que se hacía realidad.
La primera vez… ¡se me puso la piel de gallina! ¡Mi corazón latía fuerte! Me sentí feliz, importante. Yo era chico y todo me llamaba especialmente la atención. Llegamos al cine -que era enorme, insisto- y un señor dijo unas cosas adelante. Otro -o el mismo hombre quizás- vendía golosinas; unos caramelos carísimos. La sala se fue oscureciendo y en una pantalla gigantesca comencé a ver gente, un noticiero primero, luego propagandas, hasta que finalmente comenzó una película que era tan larga que hasta intervalo tenía. El sonido fortísimo le otorgaba a los rostros y a las acciones una potencia que yo nunca había experimentado antes.
Paisajes imponentes se sucedían uno tras otro para mi asombro. Por la ventana de arriba de esa casa, una vieja negra y grandota, divina, inmensa, con un rostro que hablaba antes que las propias palabras. Era la Nana de la mujer más bella que vi en mi vida, una mujer con fuego de diosa griega a la que no podía dejar de mirar. Sus ojos, ese rostro malo y bueno… las escenas contaban sus personalidades.
¡Los vestidos! Ella de rojo al pie de la escalera por donde segundos después rodaría también una hermosa Lucille Ball -yo la amaba de la tele- con un tamaño más grande del habitual. O la segunda Nana muy delgadita, dientuda y un poco loca también, que en plena guerra cruzaba el campo cantando. ¡Cuantos diferentes roles físicos!
Y esa imagen, un amanecer o atardecer pleno de colores cálidos en los que con un puñado de tierra en sus manos esa bella mujer jura que vivirá por Tara. ¡Simplemente creí que me moría! ¿Cómo se podía contar y hacer tanto? ¿Cuántas y diferentes emociones encerraba una película?
Terminada la película, comimos pizza y panqueques de dulce de leche con la Nona. ¡Ah, jamás podré olvidar lo que sentí! Y ahora, que lo comparto, nuevamente recupero ese sentir, un latir clave que se manifestó también en cada una de las decisiones que me acompañaron durante toda la vida, como contarle a las personas la forma de desnudar el alma y llegar a la emoción. ¿Y es que acaso no es eso el Arte?
Y así la vida me premió con mi primer trabajo artístico, porque al igual que Mirta yo también comencé en el cine, con dirección de Sergio Renán y con la heroína de esta historia, Susú Pecoraro, que venía de Camila y quería hacer un personaje totalmente opuesto: Tacos altos.
Y nuevamente volví al Centro, para el estreno en el Cine Ambassador. ¡Sí, en Lavalle, la calle de los cines! Y una fotografía en la puerta reproducía una de las escenas que más quiero, esa en la que están solos en la cama y él, con miedo y vergüenza, le habla de contención, de lo que merece una mujer… de lo que sentía por ella sin decírselo.
Esa experiencia determinó mi otra primera vez con el cine, produciendo un aprendizaje diario, un descubrir permanente; que la cámara es mágica y contundente. De aquella experiencia (con nominación al Cóndor de Plata incluida, aunque que no gané) me llevé el mejor premio que tiene un artista: el recuerdo de la gente, porque cada vez que se habla del personaje y su muerte en la Panamericana, se recuerda su esencia.
Desde ese momento supe que solo así quería trabajar, y aunque no fué fácil pagar las cuentas, pude ser honesto conmigo y con mi deseo, como aquella tarde con mi Nona.
El cine es el arte de la verdad, es la entrega, es la vida misma… ¡Y la vida, va!
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Maravilloso, Willy! Qué bello cuento, me encanta. Gracias por compartirlo, Shei.
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